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Trinidad, una de las pocas ciudades latinoamericanas que ha conservado su entorno arquitectónico y urbano original.

Confieso que experimento un placer especial en el hecho de recorrer Cuba. Eso me ha permitido librarme de caer en los típicos enfoques habanocentristas, que tan dañinos pueden resultar a la hora de comprender los procesos culturales dados en nuestro país, en el que las realidades de cada territorio marcan sus particulares dinámicas, en ocasiones muy diferentes a las de nuestra capital.

La vocación por ir a uno y otro punto de la geografía cubana hizo que hace poco, cuando mi amigo Juan Lázaro Besada me invitase a visitar Trinidad para presentar allí mi libro La luz, bróder, la luz, no dudase ni un instante en aceptar.

Yo no iba por aquella ciudad desde los ya lejanos años ochenta, antes de su declaración como Patrimonio de la Humanidad, suceso acontecido en 1988.

Una de las cosas que de inmediato captó mi atención al arribar a la urbe espirituana es que en el período transcurrido desde mi anterior visita, allí se han materializado políticas y voluntades a favor de la preservación del encanto de una de las primeras villas fundadas por los españoles en Cuba.

En dicho sentido, un rol protagónico lo ha desempeñado la Oficina del Conservador, motor impulsor para acometer los planes de restauración y preservación a fin de salvaguardar este legado histórico y cultural.

Trinidad es hoy, junto con La Habana Vieja, una de las pocas ciudades latinoamericanas que han conservado su entorno arquitectónico y urbano original, sin haber sufrido modificaciones sustanciales.

Empero, desde el punto de vista cultural, los valores de la ciudad no están solo en el atractivo de sus calles empedradas, construidas con piedras ligeras pero muy resistentes, de variadas formas y tonalidades, ni en el encanto de las muchas rejas que adornan parques, centros religiosos y casonas coloniales, tanto en sus ventanales como en sus amplios portalones.

Dentro de los límites geográficos de la que algunos consideran como la ciudad museo del Caribe, hay un núcleo de jóvenes y talentosos creadores, entre los que se encuentran poetas, pintores, cantautores, narradores, quienes acorde con las
características del tipo de discurso artístico abrazado por ellos, dialogan con su tiempo a partir de idénticas inquietudes a las manejadas por otros colegas generacionales del resto del país.

Tuve oportunidad de comprobar lo anterior al asistir a la denominada Tertulia Tristá, una iniciativa del Centro de Promoción Cultural de la Oficina del Conservador de la Ciudad que ya tiene dos años de estarse llevando a cabo una vez al mes.

En el espacio se puede disfrutar por igual de lecturas poéticas, el canto de trovadores, presentaciones de libros y de proyectos musicales, entrevistas a los invitados, así como de exposiciones.

Anisley Miraz Lladosa, quien le ha aportado a la poesía cubana de nuestros días títulos de obligatoria lectura como Un ruido que nadie entiende ahora, El libro de la salvación, El filo y el desierto, hasta el recientemente presentado El reino de las leves criaturas, funciona como amena conductora de la Tertulia Tristá.

Ella es alguien que (y aquí me apropio de sus propias palabras) habita en ese reino en cuyos bordes comulgan el silencio y el grito, la permanencia y la partida, el amor y su soledad.

El rato que compartí con este grupo de trinitarios me permitió descubrir la obra de varios cantautores, de los que hasta la fecha nunca había escuchado nada.

En dicho sentido, para mí resultó un verdadero hallazgo oír por vez primera a Pavel Ezquerra, alguien que se mueve con idéntica soltura tanto en su condición de trovador como en la de poeta.

Un tremendo impacto me causó también toparme con el quehacer musical de muchachos egresados de la Escuela de Instructores de Arte de la localidad.

La Canción Cubana Contemporánea tiene en las figuras de Edwin García, Carlos Paz y Asley, tres nombres a los que en el futuro habrá que referirse.

Algo por el estilo cabría decir del proyecto denominado Manos Libres, un ensamble que apuesta por la hoy muy popular hibridación sonora.

Así pues, Trinidad puede enorgullecerse de que, además del valor patrimonial que tiene para enseñarle al mundo, hoy posee una cultura viva y pujante, que contribuye a hacer del sitio un lugar excepcional.

Fuente: Juventud Rebelde

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