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¿Cuál es el instante que condensa el encuentro de dos de las grandes escuelas dancísticas del mundo? ¿El vuelo ligero de Viengsay Valdés hasta los brazos de Thiago Soares, en el espectacular remate de El cisne negro? ¿La pirotecnia estremecedora de Tamara Rojo y Joel Carreño en Don Quijote? ¿O quizás la reverencia monárquica que Monica Mason, la directora del Royal Ballet de Londres, rinde a Alicia Alonso en el centro del escenario?

La del miércoles fue una noche de grandes emociones en el Gran Teatro de La Habana. La veterana compañía británica está por primera vez en Cuba, con cinco presentaciones que terminan el sábado. Preparó una función especial de homenaje a la prima ballerina assoluta cubana para el 15 de julio, el mismo día en el que Alicia bailó por primera vez en el Covent Garden de Londres, en 1946.

Mason diseñó un programa extenso, de tres horas y media, con apertura y final de piezas propias y un segundo tiempo con los pas de deux que llevan el sello Alonso, como el emblemático del segundo acto de Giselle y, por supuesto, Tema y variaciones, la coreografía que George Balanchine hizo ex profeso para la cubana, con música de Chaikovski.

Fue una gran pleitesía, que la directora del Royal aprovechó para invitar a las estrellas del Ballet Nacional de Cuba (Valdés, Carreño, Yolanda Correa y Annette Delgado) y unirlas así a sus propios bailarines.

El valor de la universalidad

El crítico, poeta y ensayista Roberto Méndez puso en perspectiva para La Jornada el impacto de esta gira: "El Royal Ballet es la compañía de ballet de mayor relieve del mundo occidental que visita a Cuba en los pasados 40 años, desde la visita del Ballet del Siglo XX de Maurice Béjart, en 1968. Para el público habanero es una oportunidad excepcional de conocer un trabajo y un estilo prácticamente desconocido entre nosotros. Demuestra sobre todo que en el mundo actual no hay ya fronteras estrictas entre escuelas y compañías, porque la mayor parte de ellas, como el Royal, se han internacionalizado".

Mason, británica de origen sudafricano, que dirige a 96 bailarines de 19 nacionalidades, acentúa el valor de la universalidad. Al dedicar la función, subrayó que en la segunda parte se juntaban las dos compañías. "Eso demuestra que en el mundo del ballet todos somos una gran familia, dedicada, apasionada y libre."

El Royal Ballet, explicó a este diario el profesor y crítico de danza Ismael Albelo, es un "mosaico de técnicas diferentes", que se unifica en el repertorio. Aquí "los rusos se atemperan, los daneses se ponen más suaves, los cubanos controlan un poco su técnica, las japonesas se hacen muy sensibles y muy amorosas. Todo el mundo se adecua al estilo Ashton o McMillan, que responde a una estética inglesa". En Cuba todo "responde a una estética que viene desde la misma escuela". Ésas son las diferencias. “La semejanza es que todos parten de la técnica académica del ballet.

"Nosotros somos mucho más espontáneos a la hora de lanzar la técnica", agregó Albelo. "Nos lanzamos a lo más que podamos dar. Eso a veces es malo porque a veces queremos dar más de lo que podemos y entonces fracasamos. Los ingleses son medidos. Este virtuosismo no viene por la escuela inglesa, sino por la que trae cada uno. La escuela inglesa se atempera, se adecua, se ajusta a la estética aristocrática, moderada."

En la función del miércoles, Giselle estuvo a cargo de Leanne Benjamin y Johan Kobborg, con coreografía de Marius Petipa sobre la original de Jean Corelli y Jules Perrot. Méndez dijo que ésta fue una propuesta "muy diferente a la de Alicia Alonso, que tiene un sabor añejo que nos hace imaginar, por ejemplo, cómo fue la interpretación del papel por Ana Pavlova, quien danzaba esta versión a inicios del siglo XX".

El público, identificado con la versión alonsiana, recibió con gran simpatía a esta Giselle, pero sin el arrebato que causaron Viengsay, la favorita (“¡bravo, Vi!”) o Carreño. La gente premió con entusiasmo a Chroma, pieza contemporánea de Wayne McGregor sobre música de John Talbot. En un escenario bien iluminado, de grandes paneles blancos, los bailarines fantasean con las gamas de tonos y matices que extraen a sus cuerpos.

El aplauso arreció para Eric Underwood, estadunidense negro, veterano del American Ballet Theatre y ahora solista del Royal. La velada terminó con Un mes en el campo, de Frederick Ashton, inspirada en la novela de Iván Turgueniev, con música de Chopin. Drama de toques líricos y humorísticos, bien recibido a secas.

Del elenco visitante, la mayor expectativa estaba en Carlos Acosta, el cubano que creció en las tablas de su país y hace 10 años se unió al Royal, donde es primer bailarín invitado. Emocionada de verlo triunfar en la danza mundial, su gente lo cobijó con una ovación.

Los críticos consultados por este diario discreparon de su actuación en El corsario. Méndez lo vio con "algunas imprecisiones y torpezas que no eran esperables en intérprete tan virtuoso". Albelo dijo que no vio fallas, pero que el bailarín tuvo que atenuar los efectismos como parte de una compañía inglesa, subió a un escenario menor al que acostumbra y que con sus 34 años "está más maduro y más pesado". Ya no hace un clásico "para deslumbrar a la gente con la técnica, sino para mostrar una proyección artística".

Al margen del hecho artístico, una multitud se agolpó a unos pasos del Gran Teatro para ver la función en una pantalla gigante. Parte del elenco fue ahí, a recibir el aplauso de la calle.

Fuente: La Jornada

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