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Cuba es una potencia mundial en danza. Pero Cuba es Cuba, y aquí el público de danza grita ante una buena bailarina como los fans adolescentes ante una estrella del pop. O más: en el debut del Royal Ballet de Londres, el martes en el Gran Teatro de La Habana, hasta las violinistas se levantaron al final de la pieza estelar (El Corsario) para corear bravos, chillar en falsete y aplaudir con los arcos al compatriota Carlos Acosta y a la española Tamara Rojo.

Ya los entendidos locales sentados a nuestro lado nos habían prevenido: "Ya va a ver cómo ahora, cuando salgan Acosta y Tamara, se forma la gritería". Y así fue. Los dos mil espectadores que llenaban la hermosa y vetusta sala García Lorca se habían ido calentando desde la rompedora coreografía inicial de Chroma, ideada por Wayne McGregor, hasta el Thaïsinterpretado por Leanne Benjamín y David Makhateli antes del estallido de El Corsario.

Ni la excesiva prolongación de uno de los intermedios por "razones técnicas" ni el hecho de que las disculpas fueran pronunciadas sólo en un inglés femenino como de la BBC enfriaron al público habanero. Tampoco importó que, como nos explicó el crítico del diario oficial Juventud Rebelde, José Luis Estrada, los bailarines del Royal se expresaran al principio con la sobriedad europea que al parecer salta a la vista de cualquier espectador isleño.

"El ballet cubano es más apasionado, más pirotécnico. Los ingleses lo ponen todo en el dramatismo, sin tanto salto en plan espectacular", coincidían ese cronista y el del semanario del sindicato único, Trabajadores, Yuris Nórido.

Ambos estaban también de acuerdo en que, disquisiciones técnicas aparte, el desembarco del Royal en La Habana, con sus 96 bailarines de 19 nacionalidades dispuestos a cinco noches seguidas de funciones largas, es "el acontecimiento cultural del año en Cuba, y eso como poco".

Las entradas se habían agotado en cuestión de horas. La taquilla del Gran Teatro, en el fastuoso y hasta exagerado edificio del viejo Centro Gallego, vendió en un día los billetes para las tres primeras noches; el teatro Karl Marx, reservado para las dos últimas sesiones y con un aforo de 5.000 butacas, lo liquidó todo en 48 horas. El precio para todas las actuaciones era de 20 pesos cubanos: unos 60 céntimos de euro.

La reventa, muy discreta a causa del estricto control policial en los aledaños de las salas, alcanzó los 40 pesos convertibles, que al cambio no llegan a 30 euros pero multiplican por 50 la tarifa oficial.

A partir de la sesión de anoche, dedicada a la directora del Ballet Nacional de Cuba, Alicia Alonso, estaba previsto que la organización transmitiera el espectáculo en la calle a través de tres pantallas "gigantes" colocadas ante la escalinata del imponente Capitolio habanero, cerca del Gran Teatro. El sistema debía haber funcionado desde el martes, pero alguna dificultad técnica –otra– lo impidió.

Que el lector no vaya a imaginarse una aparatosa instalación de superpantallas realmente enormes al estilo de las que se elevan en torres o se hacen flotar en espectáculos multitudinarios en casi todo el mundo.

Estas pantallas se componen de unas cuantas piezas de frágil panel blanco, miden unos 4 por 3 metros y se apoyan en viejos camiones que sirven de soporte. En cuanto a las gradas, las escaleras de la antigua sede parlamentaria cumplen esa función. Algo precario, pero da igual. O tanto mejor: el ballet es el mismo, y Cuba es Cuba.

Fuente: La Vanguardia

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